Traducción del francés de Javier Yagüe Bosch

Una casa. Ella y Él. Tedio de la rutina cotidiana, arrugas surcadas por el tiempo que pasa repartiendo en suerte bienes y males. Una vida de lo más normal. Hasta el día en que Él recibió el siguiente correo:

«Estimado señor:

Me han contratado para matarlo a usted. No obstante, he decidido darle una oportunidad que le permitiría seguir vivo y evitar sufrimientos a su familia. Dependerá de usted. Yo puedo cumplir lo estipulado en el contrato (nada me lo impide) o bien regresar a mi país de origen sin haberlo llevado a efecto. Si escoge usted la segunda opción, tendrá que pagarme novecientos mil dólares y seguir mis instrucciones. Nadie debe enterarse, o de lo contrario será usted ejecutado. Le doy dos días para pensarlo».

Aquella noche Él no pudo dormir y Ella tuvo pesadillas. Decidieron no preocuparse, hacer como si nada. Ella decía que era una intimidación ficticia, uno de esos correos basura. Lo mismo decía Él. Al fin y al cabo, no tenía enemigos, no había causado ningún mal a nadie, al igual que tampoco había hecho nada especial para destacarse. Era el típico hombre de la calle. Será una estúpida broma de niños, decía Él. Pero, camino del trabajo, observaba todo con atención: las cosas, la gente. Incluso tuvo la sensación de que lo estaban siguiendo.

Él perdió el apetito y ya no podía conciliar el sueño. Comprobaba constantemente que las puertas estaban cerradas, que funcionaba el cerrojo adicional, que el detector del jardín estaba conectado, y si saltaba la señal luminosa (para ello bastaba que pasara corriendo un gato), se le ponían los pelos de punta. Decidió salir lo menos posible. Ella iba al trabajo, hacía la compra, tranquilizaba a su marido, le pedía que no pensara en ello, pero en su fuero interno compartía la misma angustia. Sus grandes ojos negros delataban inquietud, y Él lo veía. Decidieron tomarse las vacaciones que les quedaban y marcharse a las islas Canarias.

Corría el mes de noviembre, pero allí siempre es primavera, razón de más para que fuera un acierto su elección. Recobraron el buen humor imaginando los paseos por las plácidas playas de arena. En unas horas, el vuelo chárter los llevó hasta aquel lugar que era diferente, pero en el que persistía la misma desazón. Sentado en el comedor del lujoso hotel en que se hospedaban había un hombre de aspecto misterioso. Estaba solo y tenía una extraña frialdad en la mirada, o al menos eso les parecía a Ambos. No bien tomaron asiento, notaron ya que los recorría la mirada de aquel individuo. Engullía grandes cantidades de comida y volvía una y otra vez al buffet para servirse más. Observaron que tenía a mano el teléfono móvil y lo cogía constantemente, pero no para contestar llamadas sino para leer los SMS.

Al día siguiente, durante el desayuno, vino a sentarse junto al tipo una joven pareja. Ella suspiró con alivio: la mirada del hombre era ahora normal. Con su pantalón corto y su camiseta demasiado pequeña por la que le asomaba el abdomen, en nada se diferenciaba de la oleada de turistas que se vertía del hotel a la piscina, y luego de la piscina al mar. El trío se levantó, y fue entonces cuando Ella los oyó hablar en ruso.

Ella lanzó una mirada a su marido. La semana anterior, cundo se preguntaban quién habría podido enviarle ese correo de amenaza, Él había pensado en la mafia rusa, presente en todo el mundo y cada vez más poderosa. En su último viaje a San Petersburgo, le habían robado el pasaporte y la cartera, que estaba llena de tarjetas de visita y de contactos. Aquello pudiera tener alguna relación…

Tomaron la decisión de dejar de mirar los correos y de no contestar el teléfono. Pero aquel mismo día depositaron para ellos un mensaje en la recepción del hotel. Tenían que ponerse en contacto urgentemente con el vecino de su casa. Había saltado la alarma, probablemente como consecuencia de un robo. Esto ya había sucedido más de una vez, pero en esta ocasión Ella y Él no querían creer que fuese una casualidad: podía tener que ver con el asunto.

Ahora Él ya estaba convencido: lo tenían en el punto de mira. Con esta idea le entraron sudores fríos. Ella se esforzó por apaciguarlo, pero sus ojos traslucían el miedo. Decidieron regresar inmediatamente. No había plazas en el vuelo chárter, de modo que tomaron un vuelo regular con escala. Había que actuar deprisa. Cuando salieron del hotel con las maletas, los turistas, desde sus cómodos atuendos vacacionales, los siguieron con miradas de conmiseración. Algo debía de haberles sucedido, ya que apenas llevaban allí dos días. Él sacó el móvil de la funda y miró: tenía SMS de su hijo, de su jefe, y uno lacónico sin firma: «ESTOY ESPERANDO». Se miraron con gesto interrogante. El taxi, cinco horas de vuelo y estaban de vuelta. No había señales de efracción y todo estaba en su sitio. Falsa alarma.

Comenzaron nuevamente a trabajar y a leer los correos. Había muchísimos, pero el que bajo ningún concepto querían ver era el más visible y aparecía reenviado varias veces. Él decidió acudir a la Policía. Ella remitió a su operador una carta en la que solicitaba cambiar de número de teléfono. Con esto se tranquilizaron, pero no por mucho tiempo. La televisión los abrumaba con noticias sombrías: ejecución de un ingeniero polaco en Irak, secuestro de un financiero vasco, un mundo lleno de violencia y asechanzas. También a Él lo vigilaba alguien. ¿Dónde estaba esa persona?, ¿qué iba a ocurrir?, ¿cómo exonerarse de ese miedo? Los días pasaban y nada acontecía, pero el miedo aumentaba. La casa se había vuelto demasiado grande: había que vigilar las entradas, las numerosas ventanas. El jardín, su oasis de paz, su orgullo, que los separaba de los vecinos y de la calle, se había convertido en una fuente de peligro.

Decidieron vender la casa e instalarse en un piso. Por suerte, encontraron comprador y también vivienda en un edificio de apartamentos. Lograron encajar con dificultad sus muebles y adornos. Rodeados de objetos por todas partes se sentían más seguros. Pero eso no duró mucho. Los nuevos vecinos tenían un aspecto sospechoso, y cuando Ella o Él cogían el ascensor (vivían en el duodécimo piso) los asaltaban los peores presentimientos. En una ocasión, el ascensor quedó atascado entre dos pisos. Quedaron paralizados de terror. Durante las dos horas que transcurrieron mientras esperaban ayuda envejecieron varios años. Resolvieron contratar a un detective privado y a un guardaespaldas. Perdieron el gusto por visitar o invitar a sus amigos. De los que conocían la historia, algunos la tomaban a la ligera y a otros les suscitaba compasión, pero todos daban gracias al cielo por que no les hubiera sucedido a ellos. El hijo de Ambos era la única persona que entendía la tensión en que vivían, pero estaba lejos: residía en los Estados Unidos.

Se hallaban cada vez más solos y aislados. Entre ellos no dejaban que la situación se manifestara, pero un día Ella sintió que no aguantaba más:

―Esto ya no es vida ―espetó dejando estallar la ira y la amargura contenidas desde hacía meses. Él asintió. No le había dicho nada, pero en el trabajo tenía problemas con el jefe y los colegas. No podía concentrarse, cometía errores, estaba hecho un auténtico embrollo. Lo amenazaban con el despido. En estos tiempos de crisis no había lugar para sentimentalismos, y si él ya no era rentable en su puesto de poco podían valerle sus treinta años de presencia en la misma oficina…

―¡Si nos dejamos llevar por la imaginación estamos perdidos! ―prosiguió Ella.

―No, no es la imaginación ―respondió Él, mostrándole el texto del correo que acababa de llegar: «Ya has tenido suficiente tiempo para decidirte. No espero más. Prepárate para lo peor».

A Él empezaron a temblarle las manos. Ella simulaba sosiego, pero cuanto más tiempo pasaba más se dejaba ganar por el pánico. ¿Quién los torturaba de esta manera? ¿Y por qué precisamente a ellos? Llamaron al detective y dieron alojamiento al guardaespaldas en el cuarto de invitados. Así se sentían más seguros, pero también pagaban más: cada vez más. El guardaespaldas, que comía en la casa, tenía un hambre insaciable, y además había que pagarle por adelantado. El dinero empezaba a faltar. Ella comenzó a reducir sus raciones y las de su marido. Cuando Él perdió su puesto de trabajo, el dinero se acabó por completo. El subsidio de desempleo apenas llegaba para pagar los gastos del piso y subvenir a sus escasas necesidades. Carecían ya de medios para mantener al guardaespaldas, de modo que tomaron la decisión de defenderse solos. Lo peor era no saber contra quién. ¿Realmente tenían que tomarse en serio todo aquello? No lo sabían, pero lo sentían: algo había ocurrido, y tal vez, o mejor dicho con toda seguridad, algo iba a ocurrir. Y ocurrió.

Ella sucumbió a la neurosis. Él se sumió en la apatía. Se hablaban cada vez menos, y un día dejaron de hablarse en absoluto. Ella se mudó a casa de su hermana «por una temporada». Él se quedó con su miedo. Nada acontecía, pero todo podía acontecer. El fúnebre pronóstico podía hacerse realidad en cualquier momento. ¿Cómo vivir sintiendo en la nuca el resuello de la muerte? Él escribió a su mujer una larga carta, una especie de testamento amoroso: siempre la había querido, la necesitaba, ya no tenía miedo, quería que regresara… Pero Él no envió la carta: no le dio tiempo.

Murió de una crisis cardiaca al oír unos pasos que se acercaban por el recibidor. No sabía que era su hijo, quien tenía copia de las llaves y quería darle una sorpresa. Cuando supo la muerte de su marido, Ella cayó en una depresión nerviosa, pues se sentía culpable. La Policía determinó que unas cincuenta personas de la localidad habían recibido amenazas. Al día siguiente, en la pantalla del ordenador, al lado del texto macabro, apareció el siguiente mensaje:

«Estimado señor:

Somos unos estudiantes de Sociología que estamos realizando un trabajo sobre la percepción de las amenazas en el mundo actual. Usted formaba parte de un grupo de personas seleccionadas al azar para someterlas a un chantaje ficticio organizado por un grupo de malhechores que habrían utilizado para ello direcciones de internet. La información que hemos podido recabar en lo que atañe a la evaluación de las conductas individuales ante situaciones de amenazas potenciales reviste especial importancia para las experiencias subsiguientes, cuya finalidad es mejorar las capacidades de adaptación ante las nuevas tecnologías, potenciar la sensación de seguridad de los ciudadanos y, por ende, aumentar la calidad de vida. Para agradecerle su comprensión y colaboración, nos complace obsequiarle con una estancia de una semana en la estación termal de Gstaad, que ofrece curas contra el estrés. Próximamente recibirá por correo postal la oferta gratuita de dicha estancia.

Saludos cordiales».