Traducción del francés de Javier Yagüe Bosch
Línea 4 del tranvía, Nowa Huta – Cracovia, mayo de 1979.
La muchacha miraba al revisor sorprendida y asustada.
―Pero si ahora mismo acabo de validarlo… ¿Cómo que este billete no? Si precisamente…
El funcionario, apodado popularmente «el pajarito», apestaba a vodka y rezumaba autoridad impostada. Iba acompañado por un colega que lo secundaba con ahínco:
―Jovencita, viajas sin pagar, eso no es de buen ciudadano.
―De verdad que no… Mire, aquí tiene el billete…
Natalia, emitiendo un sonido a medio camino entre el grito y el rechinar de dientes, puso otra vez en la mano del revisor su billete correctamente validado. Además, todo el mundo había visto que era ese y no otro el billete que había insertado en la máquina. A esas horas el tranvía iba repleto, como de costumbre. La muchacha lanzó una mirada implorante a los pasajeros que viajaban de pie a su alrededor. Una mujer de rostro cansado observaba la escena con absoluta indiferencia y parecía del todo ausente; el joven que estaba a su lado miraba fijamente la ventana con sonrisa estólida; el viejo que la había ayudado a subir se abría camino hacia la salida justo en ese momento… Nadie había visto nada.
―Cuando uno no está en regla, tiene que pagar ―gruñó el revisor―. Por viajar sin billete se paga una multa de cincuenta eslotis.
―Señores, se lo ruego, es un error. Por favor, compruébenlo otra vez. En serio, no es posible que no sea ese billete. Revísenlo bien, seguro que tiene que ser ese…
La miraron con una mezcla de hilaridad y desdén. Natalia estaba palideciendo ostensiblemente, lo que en ella era síntoma de ira e impotencia. Sabía muy bien que iba a perder, y aun así decidió atacar, librar la última batalla.
―¿Por qué la toman ustedes conmigo, señores? Qué falta de humanidad. No tienen derecho a acusarme de viajar sin billete, porque no es cierto.
Se hizo el silencio en el tranvía. El joven miraba a Natalia con aspecto compasivo y le hacía gestos, sin duda para que dejara correr el asunto, para que no empeorara la situación. La mujer de la mirada indiferente le oprimió levemente el brazo.
―El derecho y la verdad decimos nosotros cuáles son, no tú, niñata de mierda. ¡O pagas o te vienes para comisaría!
Natalia abrió el bolso y sacó cincuenta eslotis, la cantidad exacta que había previsto utilizar para encargar que le mecanografiaran el manuscrito de su tesina. Precisamente para eso se dirigía a la universidad. Ahora el plan se había echado a perder y ya no merecía la pena ir. Los agentes le entregaron un trozo de papel a modo de recibo y pasaron al segundo vagón. Natalia bajó en la siguiente parada, y el tranvía se alejó con su cargamento de viajeros tristes y adormecidos, mientras en los andenes de ambos lados ondeaban banderas rojas que todavía seguían allí desde las celebraciones del uno de mayo, y en las cuales se podían leer consignas como «Partido Obrero Unificado Polaco, fuerza motriz de la nación» o «Construimos el socialismo, garantía de bienestar y dignidad de la clase obrera».
Un año después.
Ya está. No se lo puede creer, lo tiene en la mano. Con sus cubiertas azul marino y su águila. República Popular de Polonia. Su pasaporte, su billete hacia una nueva vida.
Polonia, tren interurbano, diciembre de 2001.
La anciana desafió con la mirada al revisor:
―¿Qué pasa? ¿Es que no se da cuenta de que soy una persona de edad y no necesito billete como no sea para el otro mundo?― Y ante su gesto de sorpresa añadió: ―¿No sabe que los Ferrocarriles de Polonia ofrecen a los jubilados el transporte gratuito en sus líneas?
―No del todo gratuitos ―respondió el revisor―. Tiene usted derecho a un descuento del treinta y siete por ciento.
―Pues ya lo está viendo, debería ser del cien por cien. ¿Es culpa mía si los políticos se equivocan siempre en las cuentas? Habría que mandarlos otra vez a la escuela, pero a la de antes de la guerra, porque ya sabe usted cómo es ahora la enseñanza…
Al oír esta alusión a los políticos, el revisor sonrió, y acto seguido le pidió los papeles. La señora extrajo un documento arrugado, tan fatigado como ella, en el que se veía la foto amarillenta de una mujer de gran belleza.
―Mire, esta era yo de joven ―dijo con satisfacción―. Si me hubiera conocido usted en aquella época jamás me habría pedido ese estúpido billete, sino que… ―se echó a reír con coquetería, descubriendo su boca desdentada― habría pensado usted en otras cosas…
Los pasajeros del compartimento observaban al revisor, que, visiblemente desconcertado y no sabiendo cómo defenderse de tales insinuaciones, decidió volver a adoptar un tono oficial.
―¿Adónde va usted?
―¿Y yo qué sé? ―respondió la señora con acento incisivo. Será usted el que sepa adónde va este tren. A mí me da lo mismo, voy a algún lugar, y después vuelvo o no vuelvo. ¿Acaso sabe uno siempre adónde va?
El revisor pensó que aún le quedaban por revisar más de diez vagones y se hacía tarde. Miró a la señora y se percató de que iba vestida pobremente y con ropa demasiado ligera para el frío que hacía.
―Bueno, déjelo. Por esta vez pase, pero a partir de ahora no viaje sin billete―. Se despidió y salió del compartimento.
La anciana sonrió, perdida en sus cavilaciones. Sacó un trozo de pan con longaniza y empezó a masticar con gran placer mientras contemplaba los campos nevados que iban pasando por la ventana. Afuera el frío era intenso, y en el compartimento reinaba un agradable calor. Pensaba que allí dentro no tenía que pagar por la calefacción y además nunca estaba sola.
Poco después el tren llegó a destino. Bajaron todos los pasajeros menos la anciana. Cuando las encargadas de la limpieza entraron en el compartimento armadas de bayetas y cubos, la mujer no se inmutó. Dormía para siempre, como si hubiera llegado al término de su viaje, sin estorbos, sin billete.
Estación de Lovaina la Nueva, 27 de marzo de 2001.
William irrumpió como un rayo en el andén justo cuando empezaba a moverse el tren de cercanías con destino a Wavre. Llegaba tarde por unos pocos segundos, y de no ser por el cierre automático de las puertas habría podido saltar al tren. Vio las caras de Javier y Veronika pegadas al cristal de la ventanilla. Seguro que lo habían esperado hasta el último momento… ¡Mala suerte! Intentó en vano comprar un billete: la cajera era lenta y poco espabilada. William se puso a dar voces en lenguaje malsonante. Hay días en los que más valdría no despertarse. Por la mañana su madre le había estado dando la charla porque había encontrado en su habitación unos restos de polvo blanco que resultaron ser cocaína. Él le había explicado que no era nada fuera de lo normal, que en la universidad todo el mundo se metía una rayita de vez en cuando: estudiantes, profesores, ayudantes y todos los demás. Era la moda, el signo de los tiempos: de algún modo hay que luchar contra el estrés. Lo importante era no perder el control, y precisamente eso es lo que hacía él, sabía hasta dónde podía llegar para no caer en la dependencia. Su madre no quiso creerle, se puso histérica y le gritó que él le estaba haciendo daño, como antes su padre, que tantas veces abusó de su confianza. Por último, le recordó que había quedado con Javier y Veronika en la estación para ir juntos a Wavre a reunirse con Chiara, otra compañera con quien iban a organizar un trabajo de la universidad, y que debía marcharse inmediatamente si quería coger el tren. Él sentía afecto por su madre, pero no había entre ellos terreno alguno de entendimiento. Vivían bajo el mismo techo pero apenas se hablaban, ya que ella solía estar cansada y él paraba poco en casa. Cuando su padre los abandonó, ella quedó sumida en congoja y estaba cada vez más amargada. Repetía a menudo que, si no fuera por su hijo, no tendría ninguna razón para vivir. Ahora William tenía veinte años y toda la vida por delante. Estudiaba en Lovaina la Nueva, en la Facultad de Ciencias Políticas. Era su madre quien había escogido esa carrera: a él le daba absolutamente igual, no tenía ninguna vocación. En los estudios iba más o menos tirando, pero en lo personal era muy querido y tenía muchos amigos. Su amistad más íntima era la que le unía a Javier: se conocían desde niños, tenían temperamentos afines y los dos buscaban su lugar en el mundo. Compartían además su pasión por Bruselas, corazón de Europa, un hervidero de vida para quien supiera desentrañar sus secretos, pero que para los demás no era sino una gran oficina plagada de inversores e intereses ajenos sin patria, triste sede central de un consorcio carente de alma entre dos pueblos antagónicos, valones y flamencos.
Cuando regresaba de la estación a casa, William llamó al móvil a Javier. Le contó lo que había sucedido con su madre y el percance del billete. Quedaron en verse al final de la tarde, pero la conversación se interrumpió bruscamente. Al cabo de un rato, William ya estaba de vuelta en casa. Su madre le abrió la puerta y se abalanzó a abrazarlo sin que él supiera por qué. En la pantalla del televisor vio las primeras imágenes de la catástrofe ferroviaria que acababa de producirse por causa de un malentendido lingüístico entre dos guardagujas, uno valón y otro flamenco. Unas horas después, todas las cadenas de televisión y de radio ofrecían información sobre la tragedia en que habían muerto ocho personas y otras doce habían resultado heridas.
Del vagón en que viajaban Javier y Veronika solo quedaba un amasijo de chatarra.